El pacto entre Clodoveo y la Iglesia de Roma tuvo una importancia trascendental para la cristiandad: no sólo para la de aquella época, sino también para la del milenio subsiguiente. Se consideró que el bautismo de Clodoveo señalaba el nacimiento de un nuevo imperio romano, un imperio cristiano, basado en la Iglesia de Roma y administrado, a nivel seglar, por la estirpe merovingia. Dicho de otro modo, se estableció un vínculo indisoluble entre la Iglesia y el estado, cada uno de los cuales prometió lealtad al otro, cada uno de los cuales se ató al otro a perpetuidad.
Es importante señalar que el bautismo de Clodoveo no fue una coronación, tal como a veces dan a entender los historiadores. La Iglesia no hizo rey a Clodoveo. Éste ya lo era y lo único que podía hacer la Iglesia era reconocerlo como tal. Al hacerlo, la Iglesia se ató oficialmente, no sólo a Clodoveo, sino también a sus sucesores; no a un solo individuo, sino a una estirpe.
Durante los restantes años de su vida Clodoveo cumplió plenamente los planes ambiciosos que Roma esperaba de él. Con eficiencia irresistible la fe fue impuesta por la espada; y con la sanción y el mandato espiritual de la Iglesia el reino franco se expandió hacia el este y hacia el sur, abarcando la mayor parte de la moderna Francia y gran parte de la moderna Alemania. Entre los numerosos adversarios de Clodoveo los más importantes eran los visigodos, que eran seguidores del cristianismo amano. Fue contra el imperio de los visigodos —que estaba situado a caballo de los Pirineos y por el norte llegaba hasta Toulouse— que Clodoveo dirigió sus campañas más asiduas y concertadas. En 507 derrotó decisivamente a los visigodos en la batalla de Vouillé. Poco después, Aquitania y Toulouse cayeron en manos de los francos.
La exclusión de Dagoberto II de la historia con su asesinato en 679 terminó a todos los efectos la dinastía merovingia. Con la muerte de Childerico III en 755 los merovingios parecieron desaparecer por completo del escenario de la historia mundial. No obstante, según los «documentos Prieuré», en realidad la estirpe merovingia sobrevivió.
El Priorato de Sión conocía el secreto. Esta sociedad tuvo su nacimiento en la unión de tres grupos de iniciados:
- los monjes de la abadía del Monte Sión, fundada en 1099 en Jerusalén por el jefe de la Primera Cruzada, Godofredo de Bouillon, que era un sicambro.
- los seis (o trece) Sabios de la Luz, discípulos de un tal Ormus y que tenían como emblema la Rosacruz y,
finalmente, por los últimos esenios, la secta judía de la que procede el Cristianismo y a la que se deben los manuscritos del Mar Muerto.
El Priorato de Sión se proponía como doble objetivo propagar el Cristianismo esotérico de San Juan y defender la cripto-dinastía merovingia. La Orden del Temple, creada en 1118, no era más que su brazo secular, al que proporcionaba ya fuese sus Grandes Maestros oficiales, ya fuese sus Grandes Maestres secretos.
Así, en los Dossiers Secrets hay una nota solemne escrita con letras mayúsculas: UN DÍA LOS DESCENDIENTES DE BENJAMÍN ABANDONARON SU PAÍS; CIERTOS SE QUEDARON; DOS MIL AÑOS MÁS TARDE GODOFREDO VI [DE BOUILLON] SE CONVIRTIÓ EN REY DE JERUSALÉN Y FUNDÓ LA ORDEN DE SION.
Al principio no vimos ninguna relación entre estos aparentes non sequiturs. No obstante, cuando reunimos las referencias diversas y fragmentarias de los Dossiers Secrets, empezó a cobrar forma una historia coherente. Según esta crónica, la mayoría de los benjamitas se exilió. Se supone que fueron a Grecia, al Peloponeso central: a la Arcadia, en suma, donde supuestamente se alinearon con la estirpe real arcádica.
Se dice que, cercano ya el advenimiento de la era cristiana, emigraron y subieron por el Danubio y el Rhin, mezclándose matrimonialmente con ciertas tribus teutónicas hasta que finalmente engendraron a los francos sicambros: los antepasados inmediatos de los merovingios.
Así pues, según los «documentos Prieuré», los merovingios descendían, a través de la Arcadia, de la tribu de Benjamín. Dicho de otra manera, los merovingios, así como sus descendientes —las estirpes Plantard y Lorena, por ejemplo— eran en esencia de origen semítico o israelita. Y si Jerusalén era verdaderamente el patrimonio hereditario de los benjamitas, Godofredo de Bouillon, al marchar sobre la Ciudad Santa, de hecho reclamó su patrimonio antiguo y legítimo.
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El pacto entre Clodoveo y la Iglesia de Roma
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